1.7.09

¡Renuncia!

Kafka tiene ese noséqué que me deja con una sensación de desasosiego cada vez que lo leo, pero por eso es que lo prefiero antes que a ningún otro.


Era muy temprano por la mañana, las calles estaban limpias y vacías, yo iba a la estación. Al verificar la hora de mi reloj con la del reloj de una torre, vi que era mucho más tarde de lo que yo creía, tenía que darme mucha prisa; el sobresalto que produjo este descubrimiento me hizo perder la tranquilidad, no me orientaba todavía muy bien en aquella ciudad. Felizmente había un policía en las cercanías, fui hacia él y le pregunté, sin aliento, cuál era el camino. Sonrió y dijo:

-¿Por mí quieres conocer el camino?

-Sí –dije-, ya que no puedo hallarlo por mí mismo.

-Renuncia, renuncia -dijo, y se volvió con gran ímpetu, como las gentes que quieren quedarse a solas con su risa.

22.6.09

Me resisto a reconocer los viejos sentimientos que afloran una y otra vez. Hay amores cíclicos y trascendentes, como los hay otros que son pasajeros y fútiles.
Ya sé cuál es el que me tocó a mí...

20.6.09

He aprendido que la felicidad no radica en el hecho de estar junto a alguien (en términos de relación amorosa), sino de absorber la esencia de las cosas... no la forma ni el contenido, sino el alma de todo.

16.6.09

Aprendí a soportar mi naturaleza, pero aún me cuesta lidiar con la de los demás. Estoy jodida.

11.6.09

Gracias a todos quienes piensan que soy deprimente... jajaja


Hoy parezco charqui qui qui qui

5.6.09

Creeeeo que estoy tratando de hacer las cosas bien. Ayer me di cuenta de una weá importante... es hora de tomar decisiones y actuar como una mina madura.

18.5.09

Cosas que detesto en algunas personas (y que por lo general se presentan simultáneamente)

La traición, la deslealtad, la insidia, la mentira deliberada, el hacer daño por placer, la satisfacción personal a costa de las emociones de otros, los intentos vanos de llenar vacíos sempiternos por encima de todo código moral, la constante victimización y el poco sentido de empatía y reconocimiento de los errores propios...



7.5.09

La que espera



LA vida, mi querido Castillo, la vida es algo más que cadenas de ácido desoxirribonucleico, enzimas y combinaciones de moléculas. La vida es un misterio, decía en voz baja el doctor Cardona, con esa rara entonación de secreto que le daba a cualquier tontería un matiz de revelación de ultratumba, de modo que ahora empieza una especie de cuento fantástico, pensé al oírlo. Lo que llamamos enfermedad, decía, lo que llamamos locura, son estrategias del cuerpo y de la mente para sobrevivir, para que se cumpla el único designio de la vida, que es continuar viviendo. Oímos que un hombre tose o estornuda y pensamos que está enfermo, cuando lo que en realidad sucede es que su cuerpo está defendiéndose de la enfermedad y, por consiguiente, de la muerte. Con la locura pasa exactamente lo mismo. Vea, si no, este caso. Usted los conoció a los dos, me refiero a los protagonistas. Vivían precisamente allí, en ese viejo caserón de la esquina, el del mirador. Los hermanos Lanari, exacto. Cuando usted se fue de este pueblo ellos ya eran bastante mayores, andarían por los cuarenta años. Ella, Asumpta, era una mujer alta y delgada, usaba el pelo recogido, como las bailarinas. En su juventud había sido muy hermosa, y aunque usted debió de ser un chico en ese tiempo, no puede haberla olvidado. ¿No la tiene muy presente? Entonces no la vio nunca. Vivían los dos solos en esa casa. Quedaron huérfanos en la adolescencia, o un poco después, y ninguno de los dos se casó. Y no por falta de oportunidades, por lo menos no en el caso de ella. Lo sé porque yo fui, durante años, una de esas oportunidades. Es curioso, Castillo. La cercanía física entre hermanos de distinto sexo, cuando se prolonga demasiado en el tiempo, suele producir relaciones equívocas. ¿Qué quiere decir equívocas? Quiere decir relaciones que terminan pareciéndose al matrimonio. Más que al matrimonio al amor. Usted habrá visto que los matrimonios largos y bien avenidos transforman la pasión del amor en una especie de hermandad incestuosa. Con los hermanos pasa al revés. Con esto no quiero sugerir que entre los Lanari hubiera nada anormal, no al menos en ese sentido, aunque Dios sabe que la gente de nuestro pueblo ha hecho ciertos comentarios desagradables al respecto. ¿Por qué? No sé por qué. Supongo que porque ella, Asumpta, era una mujer demasiado hermosa: demasiado mujer, para decirlo de alguna manera. Será un prejuicio, pero uno no se resigna a aceptar que cierto tipo de mujeres pueda prescindir de un hombre, me refiero a un hombre real, no a un hermano. Y no estoy nada seguro de que sea un prejuicio. Hay algo un poco monstruoso en una mujer sola, si es hermosa: algo que no es del todo moral. No ponga esa cara, hombre, siempre imaginé que los literatos eran capaces de comprender cualquier idea. No digo compartir o aceptar, digo comprender. El caso es que ella no se casó nunca y que vivió para él. ¿Cómo era él? Nada del otro mundo. Un sujeto bastante intrascendente. Más bien bajo, sí. Exactamente, con una ceja un poco levantada, a causa de un accidente. Usted sí que es un tipo inesperado, mi amigo: resulta que se acuerda del hermano y no de ella. No tenían demasiados amigos, ni siquiera se puede decir que tuvieran amistades en el sentido social de la palabra. Creo que yo fui una de las personas que más los trató, y eso por mi condición de médico. Él era un poco hipocondríaco, pero tenía eso que se llama una salud de hierro. Ella era demasiado delicada, demasiado frágil. Siempre me hizo pensar en un objeto de cristal muy fino. Cuando él tuvo el accidente yo supe de inmediato que algo se había quebrado en la estructura íntima de ese cristal. No, no me refiero al accidente de la ceja, me refiero al del avión. La avioneta, porque fue en una avioneta. Él debió viajar a Corrientes, no recuerdo por qué asunto. Me parece que se trataba de una sucesión, algo referido a unos campos que habían sido del padre, no sé bien. El hecho es que hubo una tormenta, la avioneta se perdió en los esteros del Iberá, y lo dieron por muerto.
La historia, en realidad, empieza acá. Venga, sentémonos en ese banco. Me gusta contemplar el río de noche, lo que nos va quedando del río. ¿Se acuerda de lo que era este río cuando usted era chico? Véalo ahora, puro barro y camalotes. Toda esa franja que se ve allá son islotes nuevos, pronto van a ser islas. Cualquier día de éstos vamos a cruzar a la otra costa caminando. Qué le pasó a quién. ¿Al río? ¿Tampoco sabe qué le pasó a nuestro río? Después se lo cuento, ahora siéntese. La avioneta, lo que quedaba de la avioneta, fue localizada unos meses más tarde. El cuerpo no. Pero a nadie le quedó ninguna duda de que él había muerto. Bueno, cuando pasan tres años y un cuerpo no aparece, y de lo que fue un avión sólo se recupera un ala y un pedazo de motor en la copa de un árbol, en los pantanos, uno puede suponer que el piloto ha muerto. Sí, el piloto era él, un buen piloto, si me atengo a lo que oí. Lo raro es que aprendió a volar porque les tenía terror a los aviones; sólo se sentía seguro si manejaba él mismo. No sólo era hipocondríaco, era un poco maniático, más o menos como toda la familia, si quiere que le sea franco. Eso es lo que tal vez explica la ausencia de tres años. Salvo que hubiera perdido la memoria a causa del accidente, cosa en la que no creo. Esas largas amnesias de las películas norteamericanas no ocurren nunca en la vida real, y además yo conversé con él una o dos veces cuando volvió y nunca mencionó nada parecido a una pérdida de memoria. Claro que no había muerto, ¿si no, cómo iba a volver? Se lo dio por muerto, todos creyeron que había muerto. Menos ella, exacto. Él va a volver, decía. No sólo decía eso, sino que, durante tres años, hizo exactamente las mismas cosas que había hecho mientras vivieron juntos. ¿Qué cosas? Preparar la mesa para los dos, arreglar el cuarto de su hermano, tener lista su ropa, mantener encendida la estufa a leña de su escritorio, en el invierno. Todo, sí, todo exactamente igual durante tres años. Pero por supuesto que no, ninguna razón: ella no tenía ninguna razón lógica para creer que el hermano podía estar vivo. Él no se comunicó nunca con ella, ni por carta ni por teléfono ni de ninguna otra forma. Todo esto lo sé porque en esos tres años nunca dejé de visitar la casa, como sé lo que acabo de decirle sobre la ceremonia diaria de arreglar ella su cuarto o poner dos cubiertos en la mesa. Yo era tal vez uno de los pocos que lo sabía, por lo menos al principio, porque con el correr del tiempo todo llega a saberse en un pueblo como el nuestro. Siempre he pensado que los pueblos son de vidrio, las paredes de las casas, quiero decir. Todo se ve a través de ellas. Todo el mundo sabe todo de todos, y lo que no se sabe se imagina o se inventa. De ahí la historia de que ella estaba loca, cuando lo que en realidad sucedía es que venía defendiéndose de la locura desde el mismo día del accidente. Yo hablé con ella, muchas veces. Era una mujer perfectamente normal, y, si no lo era, es sencillamente porque ninguno de nosotros es perfectamente normal, ni usted ni yo ni esa parejita que se está besando en la baranda de la barranca. La normalidad es como el frío, no existe. El frío es un poco más o un poco menos de calor, y la normalidad es un poco más o un poco menos de locura. Ella actuaba de la misma manera en que había actuado desde los veinte años: dependiendo de su hermano, sirviéndolo, viviendo para él. Sí, ya sé. Usted está pensando que cada vez que me refiero a ese hombre lo hago con cierta amargura, usted está pensando que ni siquiera lo nombro, usted está pensando que yo estaba enamorado de ella.
Mi querido señor, no suponga que ha hecho un descubrimiento psicológico mayúsculo. Claro que yo estaba enamorado de ella, y claro que él no me caía demasiado bien, pero ésta no es la historia de mis emociones, como diría un colega suyo. Es la historia de un asesinato.
Veo que por fin reacciona. Percibo que ha dado un pequeño brinco en la oscuridad. Gustavo, se llamaba él. En cuanto a la palabra que lo sobresaltó tal vez sea exacta en el sentido jurídico, pero, en un sentido médico, no describe en absoluto los hechos.
Fue un acto de legítima defensa, por decirlo así. Venga, caminemos hasta la explanada del Hotel de Turismo, ya sé que es un adefesio pero desde ahí arriba el río parece un poco más real, más antiguo. De modo que quiere saber quién fue el muerto, quién mató a quién. Sería interesante que ahora yo le dijera que asesiné al hermano de Asumpta, por celos, cuando él volvió de su viaje misterioso de tres años. Usted pertenece a ese género de personas, usted, permítame que se lo diga, es un poeta romántico que se equivocó de siglo. Lo siento, pero no fue así. Le doy tiempo para que adivine hasta que lleguemos arriba.
No adivinó. O mejor, sí adivinó, pero no tiene ni la más remota idea de las razones que ella tuvo para hacerlo. Sentémonos otra vez. Qué me dice de esa luna. Qué me dice de oír las campanadas de la iglesia y mirar el río, en verano, a la luz de la luna. ¿Sabe que una vez, una sola vez en mi vida, yo pude hacer esto con ella? No me pregunte cómo, pero la convencí de que me acompañara a caminar por la barranca y la traje acá. Creo que esa noche, si me hubiera atrevido... Le voy a dar un consejo, Castillo. Tengo unos cuantos años y sé de lo que hablo. Si le gusta una mujer y no está absolutamente seguro de lo que ella siente por usted, nunca pierda el tiempo en decírselo ni mucho menos en pensar cómo decírselo. Aproveche la primera oportunidad favorable que se le presente y tómela de la mano o bésela, acósela, como se dice ahora. Lo peor que puede pasarle es que ella salga corriendo, que es lo mismo que le va a pasar si le da tiempo a pensarlo. Si esa noche yo la hubiera tomado de la mano, en vez de hablar, tal vez no habría sucedido nada de lo que le estoy contando, Asumpta no estaría donde está y él no habría muerto. Ella lo enterró en el jardín de la casa. Desde acá se ve el lugar, dése vuelta. ¿Ve el paredón donde asoma la magnolia? Bueno, entre la magnolia y la galería. Fue muy poco tiempo después de su regreso. Nadie se dio cuenta de nada hasta que pasaron dos o tres meses. Creo que algunos ni se enteraron de que él había vuelto. Más tarde se descubrió todo, por supuesto, ya le dije que en los pueblos como el nuestro las paredes son transparentes. Pero yo lo supe casi de inmediato, del mismo modo que supe los motivos. Muchos imaginaron que esos hermanos eran algo más que hermanos y que ella lo mató para vengarse de algo que él había hecho durante esos años de ausencia. Qué estupidez. Asumpta, durante esos tres años, vivió esperando que él regresara. No era tanto el querer que volviera como la ceremonia de esperarlo, ¿se da cuenta? La razón de su vida, su cordura, dependían de los ritos inocentes de esa espera. Por eso preparaba todos los días su cuarto, encendía la estufa del escritorio, arreglaba su ropa. Cuando él regresó, ella no dio ninguna muestra de alegría; sí, yo también lo pensé al principio, era como si siempre hubiera sabido que él volvería. Pero sobre todo era que no podía alegrarse: la presencia del hermano rompía por última vez el precario equilibrio de su cordura. La primera vez fue su desaparición; la segunda, su regreso. Ella ya no lo soportó. Durante tres años, piense bien en esto, durante más de mil días y mil noches, ella protegió su razón con esa espera. Lo mató para no enloquecer, para seguir esperando. Después volvió a preparar su cuarto, puso todos los días dos cubiertos en la mesa, siguió cambiando con amor las sábanas de su cama. Y si nadie se hubiera enterado de lo que pasó, aún hoy lo seguiría haciendo. Ella todavía vive, naturalmente. ¿Dónde está? Por favor, Castillo, ¿dónde quiere que esté?
Desde acá el río se ve mejor, ya se lo dije; pero sólo porque es de noche. Uno de esos locos que andan sueltos cavó una zanja en una de las islas para hacer un embarcadero, creo que con la intención de construir un hotel como éste. No contó con que el río tiene sus leyes. Las correntadas abrieron un canal, arrasaron la isla, y ahora el río deposita la tierra y el limo de este lado, dijo en voz baja el doctor Cardona.



Abelardo Castillo

23.4.09

Si ves


que cuando te diga algo












estoy mirando hacia al suelo





con un cigarro a medio consumir

























































y las manos me tiemblan,


es porque...







porque










porque


























porque














porque




















¿Es que acaso no lo adivinas?

21.4.09

Esplín

Dentro de la abulia, la nostalgia, el hastío,
un demonio está por salir.






Porque la sangre devino linfa

18.4.09

Chillán

Chillán es un arbusto sin vida,



es un corazón sin sangre, un espectro crepitante,




una llaga que arde y no cicatriza,







Chillán es la sombra


de una antorcha sin
luz,



el vómito de un muerto,




Un esturdir constante.





Chillán es la mácula del orbe




Un cenagal de pesadumbre que lleva inscrito





en su sima



la





palabra















suicidio


































Cómo odio esta ciudad por la rechuchesumadre!!!!

16.4.09


«Escuchó una voz que, evidentemente, era la suya, pero en la cual, como desde lo más profundo, se mezclaba un doloroso e incontenible piar, que en el primer momento dejaba salir las palabras con claridad para, al prolongarse el sonido, destrozarlas de tal forma que no se sabía si se había oído bien.»


Mis palabras sólo se hacen inteligibles si las susurro, pues mi voz yace en estertores.

14.4.09

No es grato sentir con las vísceras. Necesito un poquito de racionalidad... por favor!!!!!

26.3.09

Qué horrible es esto
de ser presa



de los achaques



del cuerpo.













Mi temperamento abúlico ha regalado mis horas a la muerte.

10.3.09

Alejandra Pizarnik: cuando adelgazar es morir


por Viviana Gorbato

(de su libro "Noche tras Noche")


Las anfetaminas formaron también parte de la tragedia de la excelente poeta Alejandra Pizarnik, una de las más importantes escritoras argentinas que es objeto de culto de las nuevas generaciones. En la madrugada del 25 de enero de 1972, Alejandra se suicidó tomando cincuenta pastillas de seconal sódico. Es una muerte ritual. Cuando sus amigos entraron a su departamento de la calle Montevideo, encontraron a sus muñecas maquilladas y entre sus papeles de trabajo, un texto perturbador: "No quiero ir más que hasta el fondo". Fascinada por la imagen de los artistas malditos (Rimbaud, Artaud, Mallarmé), ella había querido construir "el poema del cuerpo con mi cuerpo".

Su primer contacto con las anfetaminas no tuvo nada que ver con la poesía. En la década del ‘50, cuando iba al colegio secundario, todos la recuerdan gordita, con el delantal arrugado y las medias caídas y granitos en la cara. La escritora Cristina Piña cuenta que "a pesar de que ya había empezado a tomar Parobes (remedio para adelgazar hecho a base de anfetaminas), en uno de los bolsillos del delantal guarda los restos de unos adorados sandwiches de mortadela que, pese a la batalla contra la gordura, no puede dejar de comer". Alejandra no era gorda, sino gordita, pero su lucha contra los kilos de más tenía que ver con un ideal de flacura que luego consagraría a la modelo Twiggy -que pesaba 42 kilos y parecía un chico desnutrido de Biafra- como el símbolo de la belleza femenina moderna.

Noctámbula empedernida, frecuentadora de cafés tanto en Buenos Aires como en París donde conoció a los más famosos escritores latinoamericanos y europeos, Alejandra Pizarnik abusó de las anfetaminas tanto para sostener su inspiración literaria como para combatir sus crisis depresivas. Pero su inicio en la adicción tiene que ver, como explica Cristina Piña, con su rebeldía frente a ese cuerpo que no condecía con sus búsquedas de belleza y espiritualidad.

A Alejandra Pizarnik sus amigos la llamaban "La Farmacia" por su adicción a las pastillas. No pertenecía al circuito rockero y hippie, sino a los cafés de la calle Florida, a las reuniones literarias con Silvina Ocampo, Manuel Mujica Láinez, Elvira Orphée, Alberto Girri u Olga Orozco, su gran consejera. Era una marginal exquisita, que se rebelaba contra la sociedad burguesa y se sentía parte de una aristocracia del espíritu.

Alejandra Pizarnik, como Tanguito y sus amigos, hacía también el culto al no dormir, ya que siempre trabajaba de noche. En 1965, Editorial Sudamericana publica su libro de poema "La noche y sus trabajos" en donde vuelca todas sus obsesiones.

En la noche, a tu lado,

las palabras son claves, son llaves

El deseo de morir es rey

Alejandra no concebía el amor como mañana radiante o como sol.

Tú hablas como la noche

te anuncias como la sed

Su vida y sus pasiones también tienen que ver con la oscuridad. Se define a sí misma como un puro errar nocturno:

he sido toda ofrenda

un puro errar

de loba en el bosque

en la noche de los cuerpos

Con sensibilidad femenina, su biógrafa Cristina Piña señala cómo la gordura fue su obsesión hasta sus últimos momentos. Ella que siempre se había escondido bajo vestimentas estrafalarias (sweaters y pantalones holgadísimos, tres talles más amplios de los que se correspondían), en sus últimos días solía fotografiarse desnuda o abrir la puerta de casa en bombacha y corpiño para escándalo de sus visitantes. Mostraba su cuerpo, porque después de tantas anfetaminas se había convertido en una mujer delgada, aunque cercana a la locura.

Alejandra Pizarnik no se puede comparar con Samantha, que con su ombligo al aire, dice por televisión que las "mujeres me envidian porque no tengo pancita", pero es indudable que existe una relación entre drogadicción e ideales eróticos femeninos que persisten a través de los tiempos y reaparecen bajo distintas formas.

En mi generación, la moda Twiggy coincidió con la venta libre de las anfetaminas como remedio para adelgazar. Descubro que los narcos vendían cocaína a las adolescentes en los Estados Unidos argumentando que era buena para adelgazar. Actualmente, que se usa la onda cadáver o enferma, cuerpo esquelético y ojeras pronunciadas de tuberculosa como la modelo Stella Tenant, no es raro que la droga top sea el éxtasis, que se vendió hasta los años ‘20 como remedio anorexígeno.

Leyendo a Antonio Escohotado descubro que en algunas versiones medievales las brujas no eran horribles señoras de cabellos desgreñados, sino esbeltas jovencitas conocedoras de filtros, ungüentos y pomadas capaces de inducir a trances y viajes hipnóticos. Esos ungüentos eran hechos a base de hachís, flores de cáñamo hembra, opio y solanáceas, hongos y setas visionarias. La piel de sapo, animal preferido de esas damas, contiene una droga llamada dimetilprimtamina o DMT, parienta lejana del actual "éxtasis". Las brujas no eran saludables matronas, sino flacas anoréxicas que se pasaban la noche adorando a Satán. En vez de ir a las discos, se encontraban en Sabbaths en medio del bosque, pero como muchas adolescentes de ombligo al aire tampoco dormían hasta el amanecer.

8.3.09

Dictum, factum

Te escurres como una anguila
en el interior de la cabeza de un caballo muerto,
el vómito remoja tu estómago famélico;

la ausencia y la cólera te hacen retorcer los nervios.


Te hiciste jueza de la sequedad humana,
como una larva, un pedazo de carne descompuesta
con una piedad mesiánica.

Tenues espasmos te reducen a efluvios de sal y sangre.

4.3.09

Cæteris paribus


Las realidades que se forman en nuestros instintos

He azotado
Tres veces con mis dedos
La puerta cerrada...
He pensado
Que está "Ocupado..."
Enseguida
Abotonando mi chaqueta
Entré...
Mi cabeza estaba inclinada
Temía
Miradas malvadas
Se formaban
En mis instintos...
En ese momento
Suavemente
Volví mi cabeza
Hacía la ventana
Que el viento había abierto...
Los papeles
Colocados sobre el escritorio
Se hallaban esparcidos por el suelo
Mi cabeza inclinada
Uno a uno los junté
Con mucha humildad...
Y los deposité
En el escritorio
A la espera de un rugido
O de una mirada hosca
Alegremente
Levanté mi cabeza
Un ancho sofá vacío
Estaba frente a mí...
De esa oficina de alto desempeño
Donde había entrado
Con ceremonia y temor
He salido reculando...
Mientras saludaba al sofá vacío
Aquellos que aguardaban ante la puerta
Unos tras otros
Hicieron tal como yo...
La precariedad de la vida
Se reflejaba
En las ventanas
Que golpeaban a causa del viento...


Üzeyir Lokman Çayci (un turquito buena onda =D)

1.3.09

AMNESIA IN LITTERIS


Patrick Süskind


¿Cómo era la pregunta? ¡Ah!, sí: qué libro me había impresionado, marcado, señalado, sacudido o incluso conducido en una dirección o apartado de ella.

Pero eso suena a vivencia perturbadora o a experiencia traumática, y el afectado revive eso a lo sumo en las pesadillas, pero no cuando está despierto y menos por escrito y públicamente, como apuntó ya, según creo, un psicólogo austriaco, cuyo nombre he olvidado en este momento, en un ensayo muy digno de ser leído, cuyo título no recuerdo ya exactamente, pero que apareció en un pequeño volumen bajo el título antológico Yo y tú, o El, ello y nosotros, o Yo individual, o algo parecido (no sabría decir si ha sido reeditado recientemente por Rowohlt, Fischer, DTV o Suhrkamp, pero sí que las tapas eran verdes y blancas, o azules y amarillentas, si no eran de un gris azulado verdoso).

Ahora bien, la pregunta no se refiere quizá a las experiencias lectoras neurotraumáticas, sino a aquella vivencia artística exaltadora que encuentra en el famoso poema Hermoso Apolo... no, creo que no era Hermoso Apolo, el título era distinto, tenía algo arcaico, Torso joven o Hermoso Apolo primigenio o algo parecido, pero eso no hace al caso... ‑o sea, encuentra en ese famoso poema de... de... , no recuerdo ahora mismo su nombre, pero era de verdad un poeta muy célebre, con ojos de carnero y un gran bigote, y compró a ese escultor gordo francés ¿cómo se llamaba? una casa en la Rue de Varenne (lo de casa es un decir, más bien es un palacio con un parque que no se atraviesa en 10 minutos) (uno se pregunta, dicho sea de paso, cómo se las arreglaba la gente entonces para pagar todas esas cosas)‑, encuentra, en todo caso, su expresión en ese magnífico poema que yo no podría citar ya entero, pero cuya última línea permanece grabada en mi memoria de manera indeleble como imperativo moral permanente y que dice: "Tienes que cambiar tu vida".

¿Cuáles son, pues, aquellos libros de los que podría decir que su lectura haya cambiado mi vida?

Para esclarecer este problema me acerco (fue hace unos días) a mi estantería de libros y recorro los lomos con la mirada. Como suele sucederme siempre en estos casos, es decir, cuando hay demasiados ejemplares de una especie reunidos en un lugar y el ojo se pierde en la masa, siento vértigo al principio, y para superarlo meto la mano en la masa al azar, extraigo un pequeño volumen, me aparto con él como si llevase una presa, lo abro, lo hojeo y quedo enfrascado en su lectura.

Pronto me doy cuenta de que he hecho una buena colección, muy buena incluso. Es un texto de prosa pulida y del más claro razonamiento, cuajado de datos interesantísimos y originales, y lleno de las sorpresas más maravillosas; lástima que no recuerde en el momento en que escribo esto el título del libro, el nombre del autor o el contenido, pero eso, como se verá en seguida, no importa, o más bien contribuye, por el contrario, a esclarecer el asunto. Es, como he dicho, un libro extraordinario el que tengo en mis manos, cada frase es un hallazgo, y leyendo me dirijo dando traspiés a mi silla, me siento leyendo, olvido leyendo por qué estoy leyendo, busco ansiosamente las cosas exquisitas y nuevas que descubro página tras página. Subrayados ocasionales en el texto o signos de exclamación garabateados con lápiz al margen ‑huellas de un lector anterior que por lo demás no suelo apreciar precisamente en los libros‑ no me molestan en este caso, pues el relato discurre con tanto interés, la prosa se desgrana con tanta viveza que no registro ya las huellas del lápiz, y cuando lo hago ‑si lo hago alguna vez‑, sólo en sentido aprobatorio, pues es evidente que mi predecesor ‑ignoro por completo quién pueda ser‑ es evidente, digo, que puso sus subrayados y exclamaciones justo en los pasajes que también me entusiasman a mí. Y así sigo leyendo, doblemente estimulado por la extraordinaria calidad del texto y la complicidad espiritual de mi desconocido predecesor, me sumerjo cada vez más profundamente en el mundo de ficción, sigo con creciente asombro las maravillosas sendas por las que me conduce el autor.

Hasta que llego a un pasaje en el que el relato alcanza, sin duda, su máximo esplendor y que me arranca un ¡ah! en voz alta, "¡ah, qué bien pensado!, ¡qué bien dicho!". Y cierro por un momento los ojos para reflexionar sobre lo leído, que ha abierto una brecha en el marasmo de mi mente, que me ofrece perspectivas completamente nuevas, que emana nuevos conocimientos y asociaciones, que me clava aquel aguijón que decía: "Tienes que cambiar tu vida". Y, de manera casi automática, mi mano coge el lápiz, y pienso: "Tienes que subrayar eso", escribirás un "muy bien" al margen y trazarás un grueso signo de admiración detrás y anotarás con unas palabras el torrente de ideas que han desencadenado dentro de ti esas líneas, como ayuda para tu memoria y homenaje documentado al autor que te ha iluminado tan grandiosamente.

Pero, ¡ay! Cuando poso el lápiz sobre la página para garabatear mi "¡muy bien!", figura allí ya un "muy bien", y el breve resumen que quiero apuntar ya ha sido escrito también por mi predecesor, y lo ha hecho con una letra que me es muy familiar, la mía propia, pues el predecesor no es otro que yo mismo. Yo había leído el libro hace tiempo.

Entonces me invade una terrible desesperación. La vieja enfermedad ha vuelto a atraparme: amnesia in litteris, la pérdida total de la memoria literaria. Y una ola de resignación ante la inutilidad de todo afán de conocimiento, de todo afán, en general, se abate sobre mí. ¿Para qué leer, para qué volver a leer ese libro si sé que dentro de muy poco tiempo no quedará siquiera la sombra de su recuerdo? ¿Para qué hacer algo si todo se deshace en la nada? ¿Para qué vivir si de todos modos hay que morir? Y cierro el bonito libro, me levanto y camino despacio como un derrotado, como un apaleado, a la estantería y lo hundo en la fila de volúmenes que están allí anónimos, en masa y olvidados.

Al final de la estantería se detiene la mirada.

¿Qué hay allí? ¡Ah!, sí: tres biografías de Alejandro Magno. Las leí todas hace tiempo: ¿Qué sé de Alejandro Magno? Al final del siguiente estante hay varios tomos sobre la guerra de los Treinta Años, entre ellos 500 páginas de Verónica Wengwood y 1.000 páginas de Golo Mann sobre Wallenstein. Todo eso lo leí ordenadamente. ¿Qué sé de la guerra de los Treinta Años? Nada. La balda de debajo está repleta de libros sobre Luis II de Baviera y su tiempo. Estos libros no sólo los leí, sino que los estudié a fondo durante más de un año, y a continuación escribí tres guiones, era casi un especialista de Luis II. ¿Qué sé ahora de Luis II y su tiempo? Nada. Absolutamente nada. Pienso que quizás en el caso de Luis II la amnesia total no sea tan grave. Pero ¿qué sucede con los libros que hay allí junto a la mesa, en la sección literaria más selecta?

¿Qué ha quedado en mi memoria de los 15 tomos de Andsersch? Nada. ¿Qué ha quedado de Böll, Walser y Koeppen? Nada. ¿Y de los 10 tomos de Hanke? Menos que nada. ¿Qué sé todavía de Tristam Shandy, de las Confesiones de Rousseau, del paseo de Seume? Nada, nada, nada. Pero ahí veo las comedias de Shakespeare. Acabo de leerlo todo el año pasado. Tiene que haber quedado algo, una idea vaga, un título, un solo título de una sola comedia de Shakespeare. Nada. Pero, ¡por todos los santos!, al menos Goethe, Goethe allí arriba, en la fila superior, 45 volúmenes de Goethe, ahí por ejemplo, ese librito blanco. Las afinidades electivas, las he leído tres veces por lo menos..., y no queda ni rastro. Pero ¿es que no hay en el mundo ningún libro que yo recuerde? Aquellos dos tomos rojos, los gruesos con los rótulos de tela rojos, seguro que los conozco, me resultan familiares como muebles viejos, los he leído, he vivido en esos volúmenes durante semanas hace no demasiado tiempo. ¿Qué libro es ése? ¿Cómo se llama? Los endemoniados. Ya, ya veo. Interesante. ¿Y el autor? F.M. Dostoievski. Hummmmm. En fin. Me parece que me acuerdo lejanamente: la historia tiene lugar, creo, en el siglo XIX, y en el segundo tomo alguien se mata con una pistola. No sabría decir nada más.

Me dejo caer sobre la silla de mi escritorio. Es una verguenza, es un escándalo. Sé leer desde hace 30 años, he leído, no mucho, pero sí algo, y todo lo que me queda es el recuerdo muy aproximado de que en el segundo tomo de una novela de 1.000 páginas alguien se pega un tiro. ¡He leído 30 años en balde! Miles de horas de mi niñez, de mis años de joven y de adulto dedicadas a la lectura y no he retenido más que un gran olvido. Y este mal no mejora; al contrario, se agrava. Ahora cuando leo un libro, olvido el principio antes de llegar al final. A veces la fuerza de mi memoria no basta siquiera para retener la lectura de una página. Y así me voy descolgando de un párrafo a otro, de una frase a otra, y pronto sólo podré captar con mi mente las palabras sueltas que vuelven hacia mí desde la oscuridad de un texto siempre desconocido, reluciendo como estrellas fugaces durante el momento en que las leo para desaparecer seguidamente en el tenebroso Leteo del olvido total. En las discusiones literarias hace tiempo que no puedo abrir la boca sin caer en el más espantoso ridículo, confundo a Morike con Hofmannsthal, a Rilke con Hölderlin, a Beckett con Joyce, a Italo Calvino con Italo Svevo, a Baudelaire con Chopin, a George Sand con Madame de Staël, etcétera. Cuando busco una cita, que recuerdo de manera imprecisa, paso días consultando por qué he olvidado el autor y por qué durante la búsqueda en textos desconocidos de autores extraños me pierdo hasta que por fin olvido lo que buscaba al principio. ¿Qué podría contestar en este estado mental caótico a la pregunta de qué libro ha cambiado mi vida? ¿Ninguno? ¿Todos? ¿Algunos? No lo sé.

Pero quizá ‑pienso así para consolarme‑, quizá en la lectura (como en la vida) lo de las desviaciones de las trayectorias y los cambios abruptos no es para tanto. Tal vez la lectura es más bien un acto impregnativo que empapa la mente profundamente, pero de una manera tan imperceptiblemente osmótica que aquélla no se da cuenta del proceso. El lector que padece de amnesia in litteris cambia, naturalmente, de lectura, pero no lo nota porque al leer cambian también las instancias críticas de su cerebro que podrían decirle que está cambiando. Y, para alguien que escribe, esta enfermedad sería quizás una bendición, incluso la condición necesaria, pues la preservaría del respeto paralizante que infunde toda gran obra literaria y le proporcionaría una relación sin complicaciones con el plagio, sin la cual no puede surgir nada original.

Ya sé que es un consuelo indigno y pobre nacido de la necesidad, y trato de desecharlo: no debes abandonarte a esa terrible amnesia, pienso, debes oponerte con todas tus fuerzas a la corriente del Leteo, no debes sumergirte precipitadamente en un texto, sino permanecer por encima distanciado con una conciencia clara y crítica, tienes que extractar, memorizar, tienes que entrenar la memoria; en una palabra, tienes que ‑y cito la frase de un famoso poema cuyo autor y título he olvidado en este momento, pero cuya última línea está grabada de manera indeleble en mi memoria como un imperativo moral permanente‑: "Tienes", dice, "tienes que... que... tienes que..."

¡Qué lata! Ahora he olvidado las palabras exactas. Pero no importa, todavía tengo perfectamente presente el sentido. Era algo así como: "¡Tienes que cambiar tu vida!".

Un escritor escribe un libro sobre un escritor que escribe dos libros sobre dos escritores, de los cuales uno escribe porque ama la libertad, el otro porque le es indiferente. Esos dos escritores escriben en total 22 libros que tratan de 22 escritores, de los cuales algunos mienten, pero no lo saben, mientras que otros mienten a sabiendas, otros buscan la verdad, pero saben que no pueden encontrarla, mientras que otros ya creían haberla encontrado.

25.2.09

Epitafio

Yace y duerme en este desván
-con sus flechas lo mató Amor-
un estudiante simple y pobre
que llamaban François Villon.
Nunca tuvo un palmo de tierra.
Sabido es que todo lo dio:
su mesa, su pan, su panera.
Rezad así, cual él pidió:

Versículo o rondel

Dad reposo eterno a este hombre
y eterna claridad, Señor.
Ni un perejil jamás fue suyo
ni saciado se relamió.

Lo afeitaron hasta las cejas
como un nabo que en la olla dio.
Dadle reposo eterno, Dios.

El Rigor lo mandó al exilio
y en el culo lo pateó
mientras él sollozaba: "¡Apelo!"
que no es muy ingeniosa voz.
Dadle reposo eterno, Dios.




François Villon

22.2.09

Mors certa, vita incerta.-

Se suicidó una psicóloga de la localidad de Vicuña. En su cama, había una carta en la que pedía que su hijita de 7 años quedara en manos de su hermana.


UN DÍA PERFECTO PARA EL PEZ PLÁTANO


J.D. SALINGER


En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo es divertido o infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.
No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad.
Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la lúnula. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y—ya era la cuarta o quinta llamada—levantó el auricular del teléfono.
—Diga—dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño.
—Su llamada a Nueva York, señora Glass—dijo la operadora.
—Gracias—contestó la chica, e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero.
A través del auricular llegó una voz de mujer:
—¿Muriel? ¿Eres tú?
La chica alejó un poco el auricular del oído.
—Sí, mamá. ¿Cómo estás?—dijo.
—He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien?
—Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos aquí han...
—¿Estás bien, Muriel?
La chica separó un poco más el auricular de su oreja.
—Estoy perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida desde...
—¿Por qué no has llamado antes? He estado tan preocupada...
—Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente —dijo la chica—. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después...
—Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que... ¿estás bien, Muriel? Dime la verdad.
—Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo.
—¿Cuándo llegasteis?
—No sé... el miércoles, de madrugada.
—¿Quién condujo?
—Él—dijo la chica—. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada.
—¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que...
—Mamá—interrumpió la chica—, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el trayecto, ésa es la verdad.
—¿No trató de hacer el tonto otra vez con los árboles?
—Vuelvo a repetirte que condujo muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles... se notaba. Por cierto, ¿papá ha
hecho arreglar el coche?
—Todavía no. Es que piden cuatrocientos dólares, sólo para...
—Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. Así que no hay motivo para...
—Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el coche y demás...
—Muy bien—dijo la chica.
—¿Sigue llamándote con ese horroroso...?
—No. Ahora tiene uno nuevo
—¿Cuál?
—Mamá... ¿qué importancia tiene?
—Muriel, insisto en saberlo. Tu padre...
—Está bien, está bien. Me llama Miss Buscona Espiritual 1948—dijo la chica, con una risita.
—No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo...
—Mamá—interrumpió la chica—, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza...
—Lo tienes tú.
—¿Estás segura?—dijo la chica.
—Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había sitio en la... ¿Por qué? ¿Te lo ha pedido él?
—No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el coche. Me preguntó si lo había leído.
—¡Pero está en alemán!
—Sí, mamita. Ese detalle no tiene importancia—dijo la chica, cruzando las piernas—. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma... nada menos.. .
—Espantoso. Espantoso. Es realmente triste... Ya decía tu padre anoche...
—Un segundo, mamá—dijo la chica. Se acercó hasta el alféizar en busca de cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama—. ¿Mamá?—dijo, echando una bocanada de humo.
—Muriel, mira, escúchame.
—Te estoy escuchando.
—Tu padre habló con el doctor Sivetski.
—¿Sí?—dijo la chica.
—Le contó todo. Por lo menos, eso me dijo, ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan bonitas de las Bermudas... ¡Todo!
—¿Y...?—dijo la chica.
—En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta del hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad, una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la razón. Te lo juro.
—Aquí, en el hotel, hay un psiquiatra —dijo la chica.
—¿Quién? ¿Cómo se llama?
—No sé. Rieser o algo así. Dicen que es un psiquiatra muy bueno.
—Nunca lo he oído nombrar.
—De todos modos, dicen que es muy bueno.
—Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que... anoche tu padre estuvo a punto de enviarte un telegrama para que volvieras inmediatamente a casa...
—Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma
—Muriel, te doy mi palabra. El doctor Sivetski ha dicho que Seymour podía perder por completo la...
—Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la maleta y volver a casa porque sí—dijo la chica—. Por otra parte, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover.
—¿Te has quemado mucho? ¿No has usado ese bronceador que te puse en la maleta? Está...
—Lo usé. Pero me quemé lo mismo.
—¡Qué horror! ¿Dónde te has quemado?
—Me he quemado toda, mamá, toda.
—¡Qué horror!
—No me voy a morir.
—Dime, ¿has hablado con ese psiquiatra?
—Bueno... sí... más o menos...—dijo la chica.
—¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste?
—En la Sala Océano, tocando el piano. Ha tocado el piano las dos noches que hemos pasado aquí.
—Bueno, ¿qué dijo?
—¡Oh, no mucho! ¡Él fue el primero en hablar. Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando albingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije...
—¿Por que te hizo esa pregunta?
—No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y yo qué sé—dijo la chica—. La cuestión es que, después de jugar al bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en el escaparate de Bonwit? Aquel vestido que tú dijiste que para llevarlo había que tener un pequeño, pequeñísimo...
—¿El verde?
—Lo llevaba puesto. ¡Con unas cadenas...! Se pasó el rato preguntándome si Seymour era pariente de esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison... la mercería...
—Pero ¿qué dijo él? El médico.
—Ah, sí... Bueno... en realidad, no dijo mucho. Sabes, estábamos en el bar. Había mucho barullo.
—Sí, pero... ¿le... le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela?
—No, mamá. No entré en detalles—dijo la chica—. Seguramente podré hablar con él de nuevo. Se pasa todo el día en el bar.
—¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse... ya sabes, raro, o algo así...? ¿De que pudiera hacerte algo...?
—En realidad, no—dijo la chica—. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno... todas esas cosas. Ya te digo, había tanto ruido que apenas podíamos hablar.
—En fin. ¿Y tu abrigo azul?
—Bien. Le subí un poco las hombreras.
—¿Cómo es la ropa este año?
—Terrible. Pero preciosa. Con lentejuelas por todos lados.
—¿Y tu habitación?
—Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra—dijo la chica—. Este año la gente es espantosa. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un
camión.
—Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido de baile?
—Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo.
—Muriel, te lo voy a preguntar una vez más... ¿En serio, va todo bien?
—Sí, mamá—dijo la chica—. Por enésima vez.
—¿Y no quieres volver a casa?
—No, mamá.
—Tu padre dijo anoche que estaría encantado de pagarte el viaje si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos...
—No, gracias—dijo la chica, y descruzó las piernas—.
—Mamá, esta llamada va a costar una for...
—Cuando pienso cómo estuviste esperando a ese muchacho durante toda la guerra... quiero decir, cuando unapiensa en esas esposas alocadas que...
—Mamá—dijo la chica—. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento.
—¿Dónde está?
—En la playa.
—¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa?
—Mamá—dijo la chica—. Hablas de él como si fuera un loco furioso.
—No he dicho nada de eso, Muriel.
—Bueno, ésa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita el albornoz.
—¿Que no se quita el albornoz? ¿Por qué no?
—No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca.
—Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas?
—Lo conoces muy bien—dijo la chica, y volvió a cruzar las piernas—. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje.
—¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra?
—No, mamá. No, querida—dijo la chica, y se puso de pie—. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana.
—Muriel, hazme caso.
—Sí, mamá—dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha.
—Llámame en cuanto haga, o diga, algo raro..., ya me entiendes. ¿Me oyes?
—Mamá, no le tengo miedo a Seymour.
—Muriel, quiero que me lo prometas.
—Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá—dijo la chica—. Besos a papá—y colgó.

—Ver más vidrio—dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su madre—. ¿Has visto más vidrio?
—Cariño, por favor, no sigas repitiendo eso. Vas a volver loca a mamaíta. Estáte quieta, por favor.
La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada sobre una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Llevaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales en realidad no necesitaría hasta dentro de nueve o diez años.
—No era más que un simple pañuelo de seda... una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo—dijo la mujer sentada en la hamaca contigua a la de la señora Carpenter—. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosidad.
—Por lo que dice, debía de ser precioso—asintió la señora Carpenter.
—Estáte quieta, Sybil, cariño...
—¿Viste más vidrio?—dijo Sybil.
La señora Carpenter suspiró.
—Muy bien—dijo. Tapó el frasco de bronceador—. Ahora vete a jugar, cariño. Mamaíta va a ir al hotel a tomar un martini con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna.
Cuando estuvo libre, Sybil echó a correr inmediatamente por el borde firme de la playa hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo de arena inundado y derruido, y en seguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel.
Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia la arena blanda. Se detuvo al llegar junto a un hombre joven que estaba echado de espaldas.
—¿Vas a ir al agua, ver más vidrio?—dijo.
El joven se sobresaltó, llevándose instintivamente la mano derecha a las solapas del albornoz. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil.
—¡Ah!, hola, Sybil.
—¿Vas a ir al agua?
—Te esperaba—dijo el joven—. ¿Qué hay de nuevo?
—¿Qué?—dijo Sybil.
—¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos?
—Mi papá llega mañana en un avión—dijo Sybil, tirándole arena con el pie.
—No me tires arena a la cara, niña—dijo el joven, cogiendo con una mano el tobillo de Sybil—. Bueno, ya era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando horas. Horas.
—¿Dónde está la señora?—dijo Sybil.
—¿La señora?—el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo—. Es difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Tiñiéndose el pelo de color visón. O en su habitación, haciendo muñecos para los niños pobres.
Se puso boca abajo, cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba.
—Pregúntame algo más, Sybil—dijo—. Llevas un bañador muy bonito. Si hay algo que me gusta, es un bañador azul.
Sybil lo miró asombrada y después contempló su prominente barriga.
—Es amarillo—dijo—. Es amarillo.
—¿En serio? Acércate un poco más.
Sybil dio un paso adelante.
—Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.
—¿Vas a ir al agua?—dijo Sybil.
—Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio.
Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón.
—Necesita aire—dijo.
—Es verdad. Necesita más aire del que estoy dispuesto a admitir—retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena—. Sybil—dijo—, estás muy guapa. Da gusto verte. Cuéntame algo de ti—estiró los brazos hacia delante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil—. Yo soy capricornio. ¿Cuál es tu signo?
—Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano—dijo Sybil.
—¿Sharon Lipschutz dijo eso?
Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos, encogió los brazos y apoyó la mejilla en el antebrazo derecho.
—Bueno —dijo—. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía echarla de un empujón, ¿no es cierto?
—Sí que podías.
—Ah, no. No era posible. Pero ¿sabes lo que hice?
—¿Qué?
—Me imaginé que eras tú.
Sybil se agachó y empezó a cavar en la arena.
—Vayamos al agua—dijo.
—Bueno—replicó el joven—. Creo que puedo hacerlo.
—La próxima vez, échala de un empujón —dijo Sybil.
—¿Que eche a quién?
—A Sharon Lipschutz.
—Ah, Sharon Lipschutz —dijo él—. ¡Siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos.—De repente se puso de pie y miró el mar—. Sybil—dijo—, ya sé lo que podemos hacer. Intentaremos pescar un pez plátano.
—¿Un qué?
—Un pez plátano—dijo, y desanudó el cinturón de su albornoz.
Se lo quitó. Tenía los hombros blancos y estrechos. El traje de baño era azul eléctrico. Plegó el albornoz, primero a lo largo y después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que se había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima el albornoz plegado. Se agachó, recogió el flotador y se lo puso bajo el brazo derecho. Luego, con la mano izquierda, tomó la de Sybil.
Los dos echaron a andar hacia el mar.
—Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces plátano—dijo el joven.
Sybil negó con la cabeza.
—¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces?
—No sé—dijo Sybil.
—Claro que lo sabes. Tienes que saberlo. Sharon Lipschutz sabe dónde vive, y sólo tiene tres años y medio.
Sybil se detuvo y de un tirón soltó su mano de la de él. Recogió una concha y la observó con estudiado interés. Luego la tiró.
—Whirly Wood, Connecticut—dijo, y echó nuevamente a andar, sacando la barriga.
—Whirly Wood, Connecticut—dijo el joven—. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut?
Sybil lo miró:
—Ahí es donde vivo—dijo con impaciencia—. Vivo en Whirly Wood, Connecticut.
Se adelantó unos pasos, se cogió el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos.
—No puedes imaginarte cómo lo aclara todo eso —dijo él.
Sybil soltó el pie:
—¿Has leído El negrito Sambo?—dijo.
—Es gracioso que me preguntes eso—dijo él—. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche.—Se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil—. ¿Qué te pareció?
—¿Te acuerdas de los tigres que corrían todos alrededor de ese árbol?
—Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres.
—No eran más que seis—dijo Sybil.
—¡Nada más que seis! —dijo el joven—. ¿Y dices «nada más»?
—¿Te gusta la cera?—preguntó Sybil.
—¿Si me gusta qué?
—La cera.
—Mucho. ¿A ti no?
Sybil asintió con la cabeza:
—¿Te gustan las aceitunas?—preguntó.
—¿Las aceitunas?... Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas.
—¿Te gusta Sharon Lipschutz?—preguntó Sybil.
—Sí. Sí me gusta. Lo que más me gusta de ella es que nunca hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo, a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas niñas que se divierten mucho pinchándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto.
Sybil no dijo nada.
—Me gusta masticar velas—dijo ella por último.
—Ah, ¿y a quién no?—dijo el joven mojándose los pies—. ¡Diablos, qué fría está!—Dejó caer el flotador en el agua—. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más adentro.
Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la puso boca abajo en el flotador.
—¿Nunca usas gorro de baño ni nada de eso?—preguntó él.
—No me sueltes—dijo Sybil—. Sujétame, ¿quieres?
—Señorita Carpenter, por favor. Yo sé lo que estoy haciendo—dijo el joven—. Ocúpate sólo de ver si aparece un pez plátano. Hoy es un día perfecto para los peces plátano.
—No veo ninguno—dijo Sybil.
—Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas.
Siguió empuiando el flotador. El agua le llegaba al pecho.
—Llevan una vida triste—dijo—. ¿Sabes lo que hacen, Sybil?
Ella negó con la cabeza.
—Bueno, te lo explicaré. Entran en un pozo que está lleno de plátanos. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero, una vez dentro, se portan como cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces plátano que han entrado nadando en pozos de plátanos y llegaron a comer setenta y ocho plátanos—empujó al flotador y a su pasajera treinta centímetros más hacia el horizonte—. Claro, después de eso engordan tanto que ya no pueden salir. No pasan por la puerta.
—No vayamos tan lejos—dijo Sybil—. ¿Y qué pasa despues con ellos?
—¿Qué pasa con quiénes?
—Con los peces plátano.
—Bueno, ¿te refieres a después de comer tantos plátanos que no pueden salir del pozo?
—Sí—dijo Sybil.
—Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren.
—¿Por qué?—preguntó Sybil.
—Contraen fiebre platanífera. Una enfermedad terrible.
—Ahí viene una ola—dijo Sybil nerviosa.
—No le haremos caso. La mataremos con la indiferencia—dijo el joven—, como dos engreídos.
Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó hacia delante. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer.
Cuando el flotador estuvo nuevamente inmóvil, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó:
—Acabo de ver uno.
—¿Un qué, amor mío?
—Un pez plátano.
—¡No, por Dios!—dijo el joven—. ¿Tenía algún plátano en la boca?
—Sí—dijo Sybil—. Seis.
De pronto, el joven tomó uno de los mojados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta.
—¡Eh!—dijo la propietaria del pie, volviéndose.
—¿Cómo, eh? Ahora volvamos. ¿Ya te has divertido bastante?
—¡No!
—Lo siento—dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del carnino lo llevó bajo el brazo.
—Adiós —dijo Sybil, y salió corriendo hacia el hotel.
El joven se puso el albornoz, cruzó bien las solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaladizo y se lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel.
En el primer nivel de la planta baja del hotel—que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia— entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada.
—Veo que me está mirando los pies—dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha.
—¿Cómo dice?—dijo la mujer.
—Dije que veo que me está mirando los pies.
—Perdone, pero casualmente estaba mirando el suelo —dijo la muier, y se volvió hacia las puertas del ascensor.
—Si quiere mirarme los pies, dígalo—dijo el joven—. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo.
—Déjeme salir, por favor—dijo rápidamente la mujer a la ascensorista.
Cuando se abrieron las puertas, la mujer salió sin mirar hacia atrás.
—Tengo los pies completamente normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos—dijo el joven—. Quinto piso, por favor.
Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su albornoz.
Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a maletas nuevas de piel de ternera y a quitaesmalte de uñas.
Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las maletas, la abrió y extrajo una automática de debajo de un montón de calzoncillos y camisetas, una Ortgies calibre 7,65. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola y se disparó un tiro en la sien derecha.

21.2.09

Fumus persecutionis

Estoy teniendo sueños horribles últimamente.

No hay sangre, pero hay náusea.
Desperté con unas bascas insoportables, mas no vomité.


Espero que no sea
algo
por lo que haya






que preocuparse
demasiado.

 
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