Patrick Süskind
¿Cómo era la pregunta? ¡Ah!, sí: qué libro me había impresionado, marcado, señalado, sacudido o incluso conducido en una dirección o apartado de ella.
Pero eso suena a vivencia perturbadora o a experiencia traumática, y el afectado revive eso a lo sumo en las pesadillas, pero no cuando está despierto y menos por escrito y públicamente, como apuntó ya, según creo, un psicólogo austriaco, cuyo nombre he olvidado en este momento, en un ensayo muy digno de ser leído, cuyo título no recuerdo ya exactamente, pero que apareció en un pequeño volumen bajo el título antológico Yo y tú, o El, ello y nosotros, o Yo individual, o algo parecido (no sabría decir si ha sido reeditado recientemente por Rowohlt, Fischer, DTV o Suhrkamp, pero sí que las tapas eran verdes y blancas, o azules y amarillentas, si no eran de un gris azulado verdoso).
Ahora bien, la pregunta no se refiere quizá a las experiencias lectoras neurotraumáticas, sino a aquella vivencia artística exaltadora que encuentra en el famoso poema Hermoso Apolo... no, creo que no era Hermoso Apolo, el título era distinto, tenía algo arcaico, Torso joven o Hermoso Apolo primigenio o algo parecido, pero eso no hace al caso... ‑o sea, encuentra en ese famoso poema de... de... , no recuerdo ahora mismo su nombre, pero era de verdad un poeta muy célebre, con ojos de carnero y un gran bigote, y compró a ese escultor gordo francés ¿cómo se llamaba? una casa en la Rue de Varenne (lo de casa es un decir, más bien es un palacio con un parque que no se atraviesa en 10 minutos) (uno se pregunta, dicho sea de paso, cómo se las arreglaba la gente entonces para pagar todas esas cosas)‑, encuentra, en todo caso, su expresión en ese magnífico poema que yo no podría citar ya entero, pero cuya última línea permanece grabada en mi memoria de manera indeleble como imperativo moral permanente y que dice: "Tienes que cambiar tu vida".
¿Cuáles son, pues, aquellos libros de los que podría decir que su lectura haya cambiado mi vida?
Para esclarecer este problema me acerco (fue hace unos días) a mi estantería de libros y recorro los lomos con la mirada. Como suele sucederme siempre en estos casos, es decir, cuando hay demasiados ejemplares de una especie reunidos en un lugar y el ojo se pierde en la masa, siento vértigo al principio, y para superarlo meto la mano en la masa al azar, extraigo un pequeño volumen, me aparto con él como si llevase una presa, lo abro, lo hojeo y quedo enfrascado en su lectura.
Pronto me doy cuenta de que he hecho una buena colección, muy buena incluso. Es un texto de prosa pulida y del más claro razonamiento, cuajado de datos interesantísimos y originales, y lleno de las sorpresas más maravillosas; lástima que no recuerde en el momento en que escribo esto el título del libro, el nombre del autor o el contenido, pero eso, como se verá en seguida, no importa, o más bien contribuye, por el contrario, a esclarecer el asunto. Es, como he dicho, un libro extraordinario el que tengo en mis manos, cada frase es un hallazgo, y leyendo me dirijo dando traspiés a mi silla, me siento leyendo, olvido leyendo por qué estoy leyendo, busco ansiosamente las cosas exquisitas y nuevas que descubro página tras página. Subrayados ocasionales en el texto o signos de exclamación garabateados con lápiz al margen ‑huellas de un lector anterior que por lo demás no suelo apreciar precisamente en los libros‑ no me molestan en este caso, pues el relato discurre con tanto interés, la prosa se desgrana con tanta viveza que no registro ya las huellas del lápiz, y cuando lo hago ‑si lo hago alguna vez‑, sólo en sentido aprobatorio, pues es evidente que mi predecesor ‑ignoro por completo quién pueda ser‑ es evidente, digo, que puso sus subrayados y exclamaciones justo en los pasajes que también me entusiasman a mí. Y así sigo leyendo, doblemente estimulado por la extraordinaria calidad del texto y la complicidad espiritual de mi desconocido predecesor, me sumerjo cada vez más profundamente en el mundo de ficción, sigo con creciente asombro las maravillosas sendas por las que me conduce el autor.
Hasta que llego a un pasaje en el que el relato alcanza, sin duda, su máximo esplendor y que me arranca un ¡ah! en voz alta, "¡ah, qué bien pensado!, ¡qué bien dicho!". Y cierro por un momento los ojos para reflexionar sobre lo leído, que ha abierto una brecha en el marasmo de mi mente, que me ofrece perspectivas completamente nuevas, que emana nuevos conocimientos y asociaciones, que me clava aquel aguijón que decía: "Tienes que cambiar tu vida". Y, de manera casi automática, mi mano coge el lápiz, y pienso: "Tienes que subrayar eso", escribirás un "muy bien" al margen y trazarás un grueso signo de admiración detrás y anotarás con unas palabras el torrente de ideas que han desencadenado dentro de ti esas líneas, como ayuda para tu memoria y homenaje documentado al autor que te ha iluminado tan grandiosamente.
Pero, ¡ay! Cuando poso el lápiz sobre la página para garabatear mi "¡muy bien!", figura allí ya un "muy bien", y el breve resumen que quiero apuntar ya ha sido escrito también por mi predecesor, y lo ha hecho con una letra que me es muy familiar, la mía propia, pues el predecesor no es otro que yo mismo. Yo había leído el libro hace tiempo.
Entonces me invade una terrible desesperación. La vieja enfermedad ha vuelto a atraparme: amnesia in litteris, la pérdida total de la memoria literaria. Y una ola de resignación ante la inutilidad de todo afán de conocimiento, de todo afán, en general, se abate sobre mí. ¿Para qué leer, para qué volver a leer ese libro si sé que dentro de muy poco tiempo no quedará siquiera la sombra de su recuerdo? ¿Para qué hacer algo si todo se deshace en la nada? ¿Para qué vivir si de todos modos hay que morir? Y cierro el bonito libro, me levanto y camino despacio como un derrotado, como un apaleado, a la estantería y lo hundo en la fila de volúmenes que están allí anónimos, en masa y olvidados.
Al final de la estantería se detiene la mirada.
¿Qué hay allí? ¡Ah!, sí: tres biografías de Alejandro Magno. Las leí todas hace tiempo: ¿Qué sé de Alejandro Magno? Al final del siguiente estante hay varios tomos sobre la guerra de los Treinta Años, entre ellos 500 páginas de Verónica Wengwood y 1.000 páginas de Golo Mann sobre Wallenstein. Todo eso lo leí ordenadamente. ¿Qué sé de la guerra de los Treinta Años? Nada. La balda de debajo está repleta de libros sobre Luis II de Baviera y su tiempo. Estos libros no sólo los leí, sino que los estudié a fondo durante más de un año, y a continuación escribí tres guiones, era casi un especialista de Luis II. ¿Qué sé ahora de Luis II y su tiempo? Nada. Absolutamente nada. Pienso que quizás en el caso de Luis II la amnesia total no sea tan grave. Pero ¿qué sucede con los libros que hay allí junto a la mesa, en la sección literaria más selecta?
¿Qué ha quedado en mi memoria de los 15 tomos de Andsersch? Nada. ¿Qué ha quedado de Böll, Walser y Koeppen? Nada. ¿Y de los 10 tomos de Hanke? Menos que nada. ¿Qué sé todavía de Tristam Shandy, de las Confesiones de Rousseau, del paseo de Seume? Nada, nada, nada. Pero ahí veo las comedias de Shakespeare. Acabo de leerlo todo el año pasado. Tiene que haber quedado algo, una idea vaga, un título, un solo título de una sola comedia de Shakespeare. Nada. Pero, ¡por todos los santos!, al menos Goethe, Goethe allí arriba, en la fila superior, 45 volúmenes de Goethe, ahí por ejemplo, ese librito blanco. Las afinidades electivas, las he leído tres veces por lo menos..., y no queda ni rastro. Pero ¿es que no hay en el mundo ningún libro que yo recuerde? Aquellos dos tomos rojos, los gruesos con los rótulos de tela rojos, seguro que los conozco, me resultan familiares como muebles viejos, los he leído, he vivido en esos volúmenes durante semanas hace no demasiado tiempo. ¿Qué libro es ése? ¿Cómo se llama? Los endemoniados. Ya, ya veo. Interesante. ¿Y el autor? F.M. Dostoievski. Hummmmm. En fin. Me parece que me acuerdo lejanamente: la historia tiene lugar, creo, en el siglo XIX, y en el segundo tomo alguien se mata con una pistola. No sabría decir nada más.
Me dejo caer sobre la silla de mi escritorio. Es una verguenza, es un escándalo. Sé leer desde hace 30 años, he leído, no mucho, pero sí algo, y todo lo que me queda es el recuerdo muy aproximado de que en el segundo tomo de una novela de 1.000 páginas alguien se pega un tiro. ¡He leído 30 años en balde! Miles de horas de mi niñez, de mis años de joven y de adulto dedicadas a la lectura y no he retenido más que un gran olvido. Y este mal no mejora; al contrario, se agrava. Ahora cuando leo un libro, olvido el principio antes de llegar al final. A veces la fuerza de mi memoria no basta siquiera para retener la lectura de una página. Y así me voy descolgando de un párrafo a otro, de una frase a otra, y pronto sólo podré captar con mi mente las palabras sueltas que vuelven hacia mí desde la oscuridad de un texto siempre desconocido, reluciendo como estrellas fugaces durante el momento en que las leo para desaparecer seguidamente en el tenebroso Leteo del olvido total. En las discusiones literarias hace tiempo que no puedo abrir la boca sin caer en el más espantoso ridículo, confundo a Morike con Hofmannsthal, a Rilke con Hölderlin, a Beckett con Joyce, a Italo Calvino con Italo Svevo, a Baudelaire con Chopin, a George Sand con Madame de Staël, etcétera. Cuando busco una cita, que recuerdo de manera imprecisa, paso días consultando por qué he olvidado el autor y por qué durante la búsqueda en textos desconocidos de autores extraños me pierdo hasta que por fin olvido lo que buscaba al principio. ¿Qué podría contestar en este estado mental caótico a la pregunta de qué libro ha cambiado mi vida? ¿Ninguno? ¿Todos? ¿Algunos? No lo sé.
Pero quizá ‑pienso así para consolarme‑, quizá en la lectura (como en la vida) lo de las desviaciones de las trayectorias y los cambios abruptos no es para tanto. Tal vez la lectura es más bien un acto impregnativo que empapa la mente profundamente, pero de una manera tan imperceptiblemente osmótica que aquélla no se da cuenta del proceso. El lector que padece de amnesia in litteris cambia, naturalmente, de lectura, pero no lo nota porque al leer cambian también las instancias críticas de su cerebro que podrían decirle que está cambiando. Y, para alguien que escribe, esta enfermedad sería quizás una bendición, incluso la condición necesaria, pues la preservaría del respeto paralizante que infunde toda gran obra literaria y le proporcionaría una relación sin complicaciones con el plagio, sin la cual no puede surgir nada original.
Ya sé que es un consuelo indigno y pobre nacido de la necesidad, y trato de desecharlo: no debes abandonarte a esa terrible amnesia, pienso, debes oponerte con todas tus fuerzas a la corriente del Leteo, no debes sumergirte precipitadamente en un texto, sino permanecer por encima distanciado con una conciencia clara y crítica, tienes que extractar, memorizar, tienes que entrenar la memoria; en una palabra, tienes que ‑y cito la frase de un famoso poema cuyo autor y título he olvidado en este momento, pero cuya última línea está grabada de manera indeleble en mi memoria como un imperativo moral permanente‑: "Tienes", dice, "tienes que... que... tienes que..."
¡Qué lata! Ahora he olvidado las palabras exactas. Pero no importa, todavía tengo perfectamente presente el sentido. Era algo así como: "¡Tienes que cambiar tu vida!".
Un escritor escribe un libro sobre un escritor que escribe dos libros sobre dos escritores, de los cuales uno escribe porque ama la libertad, el otro porque le es indiferente. Esos dos escritores escriben en total 22 libros que tratan de 22 escritores, de los cuales algunos mienten, pero no lo saben, mientras que otros mienten a sabiendas, otros buscan la verdad, pero saben que no pueden encontrarla, mientras que otros ya creían haberla encontrado.